El hombre vacío de esperar.
Prólogo.
La sonrisa del hombre cansado.
A primera vista, nadie lo diría; su sonrisa sigue siendo amplia, sincera, casi luminosa. Habla con calma, escucha con atención, bromea con ese humor sereno que solo tienen quienes han vivido mucho y aprendido a relativizarlo todo. Cuando entra en una sala, la gente lo saluda con afecto y se alegran de verlo. “Qué suerte tienes”, suelen decirle. “Siempre te va bien, siempre estás haciendo cosas grandes.” Y él, como cada vez, responde con una sonrisa.
Esa sonrisa que, sin que lo sepan, pesa más
que cualquier derrota.
Porque detrás de esa expresión amable hay un hombre cansado, aún no derrotado, pero sí agotado de tanto remar contra una corriente que nunca cambia de dirección. Ha vivido con la fe del que cree que la vida, al final, premia a los que dan, a los que se esfuerzan, a los que siembran, pero sus frutos, cuando llegan, siempre se marchitan antes de madurar.
Ha creado empresas, proyectos, ilusiones; ha levantado sueños de la nada y los ha visto derrumbarse con la misma facilidad con la que un niño sopla una torre de arena, y sin embargo, sigue; por hábito, por dignidad, o quizás por amor a la vida misma, aunque la vida parezca no corresponderle.
PARTE I – La vida en escena.
Capítulo 1: El personaje.
Esta es la historia de un hombre brillante, de esos que parecen tener un pacto con la vida: inteligente, sensible, generoso, con una intuición que roza lo místico y una capacidad casi infinita para crear, inspirar y conectar con los demás.
A lo largo de su vida, ha sido muchas cosas: desde profesor de
artes marciales, capitán, empresario, consultor y formador, hasta comunicador, escritor, conferenciante y titulado experto en psicología humanista … “maestro” de almas inquietas, y espejo de esperanza
para quienes lo rodean.
En su voz, muchos encontraron consuelo; en su ejemplo,
inspiración; en su sonrisa, la ilusión de que siempre hay salida, pero nadie se da cuenta de que, detrás de esa imagen sólida, hay un alma cansada.
Él ha emprendido una y otra
vez, reinventándose en cada caída, levantándose de los escombros con una fe que
parecía inagotable; ha dado, enseñado y acompañado a cientos de personas a
creer en sí mismos, pero la vida, en su ironía más cruel, parece haberle negado
justo lo que nunca pidió en exceso: estabilidad. No pide lujos, solo poder
respirar sin el peso constante de las cuentas, los plazos y las promesas que no
se cumplen.
Desde fuera, su vida parece un éxito; desde dentro, es una
contradicción que lo desangra. Todos lo creen feliz, y él lo interpreta cada
día con la maestría de quien ha aprendido a ocultar su naufragio tras una
sonrisa impecable. Nadie sospecha que cada mañana le cuesta un poco más
levantarse, que su esperanza está agotada, que su mente brillante se debate
entre la fe y la rendición.
Ahora, a las puertas de la jubilación, sin ahorros, sin
bienes, sin más respaldo que el amor incondicional de su esposa, de sus hijos,
de una de sus hermanas, y el cariño de familiares y amigos, ha tomado una
decisión tan lúcida como trágica: darse tres meses de vida; no por enfermedad,
sino por convicción… y también, porque
con los recursos económicos que le quedan no podría seguir adelante mucho más
tiempo.
Los próximos días ha decidido vivirlos con la serenidad del
que ya no espera milagros, pero sí anhela paz, y, si en esos tres meses la vida no cambia, si el
destino vuelve a proyectar la misma película que ha visto tantas veces, él ha
decidido no quedarse hasta el final.
El hombre vacío de esperar no es una
historia de derrota, sino de agotamiento; es la historia de alguien que lo dio
todo y que, aun así, siente que la vida le negó el abrazo que tantas veces
ofreció.
Un retrato descarnado de la contradicción humana: la de un
individuo admirado que no puede sostenerse, la del optimista que ya no
encuentra motivos, la del hombre bueno que, aun entendiendo la vida, ya no
quiere seguir viviéndola así.
Es un relato sobre el límite invisible entre la esperanza y la aceptación; sobre la lucidez de quien decide marcharse, no por falta de amor, sino por exceso de cansancio; sobre un alma noble que, después de haberlo intentado todo, se pregunta si la vida también debería, alguna vez, intentarlo por él.
Tiene la voz del comunicador, el porte del líder, la mirada de la experiencia. Nadie imagina que por las noches se acuesta repasando cuentas imposibles, haciendo cálculos que no cierran, y preguntándose en qué punto del camino se torció el destino; no saben que a veces mira el techo en la oscuridad y siente que ya no puede más, que ya no quiere seguir fingiendo que todo está bien cuando dentro, poco a poco, se va apagando.
A su lado, su mujer -su compañera de siempre- lo observa con
la ternura de quien conoce todos sus silencios; ella no necesita palabras para
saber que algo se está rompiendo dentro de él, y lo acompaña sin preguntas, con
el amor sereno de quien solo desea que descanse.
Una mañana, mientras se afeita frente al espejo, él decide que no va a esperar más; que si el destino no se mueve, será él quien lo haga.
Se da tres meses de vida, como si un médico invisible le hubiera puesto fecha al
adiós; tres meses para intentarlo y exprimir hasta la última gota de esperanza, y, si nada cambia, si la
historia vuelve a repetirse, si la película termina igual que siempre, entonces
simplemente no estará en la sala cuando caigan los créditos.
Después de todo, no es que quiera morir, es que ya no le interesa seguir viviendo así.
Durante años ha sido un hombre querido y respetado.
Dondequiera que va, deja una huella amable, una conversación que inspiraba,
una palabra que alentaba; tiene la facilidad de conectar con la gente, de mirar
a los ojos sin prisa, de hacer sentir a los demás importantes; no necesita aparentar sabiduría: la suya se respira en los gestos sencillos, en la forma
de escuchar, en la manera en que pronuncia ciertas palabras como si pesaran
menos cuando salen de su boca.
Es, en apariencia, uno de esos hombres afortunados que viven varias vidas a la vez: la del empresario inquieto que nunca se rinde, la del comunicador que da voz a otros, la del formador que enseña a creer, la del escritor que transforma experiencias en letras... A su alrededor, la gente lo considera un ejemplo de entusiasmo, constancia y espíritu positivo.
Muchos lo llaman maestro, otros lo definen como un soñador incansable, pero él, en la intimidad de sus silencios, sabe que no es ni una cosa ni la otra; no se siente maestro, sino aprendiz de una vida que parece burlarse de su empeño; no se siente soñador, sino náufrago de sus propios intentos. Ha construido tanto para tantos que, a veces, piensa que se olvidó de construirse para sí mismo.
Su vida profesional es una sucesión de comienzos; cada
nuevo proyecto lo llena de ilusión, de energía, de ese fuego que lo hace sentirse útil y vivo, pero con el tiempo, siempre ocurre lo mismo: las puertas
se cierran, las promesas se evaporan, los socios desaparecen, las pagos siguen llegando, y él, una vez más, reanuda el camino con fe, con esa
obstinación que solo tienen los que todavía creen que rendirse no es una
opción.
Con el paso de los años, aprendió a disimular la decepción; a mostrar entereza incluso cuando se desmoronaba por dentro; a sonreír cuando
el estómago se le contraía de angustia; aprendió a quejarse poco, a callar
mucho y a sostenerse a sí mismo en nombre de los demás, porque los demás -esa
legión de amigos, alumnos, oyentes, lectores, seguidores y admiradores- necesitaban creer
que él era fuerte, que lo tenía todo claro, que sabía hacia dónde iba.
Y quizás, por eso siguió interpretando el papel que la vida le había asignado: el del hombre de "las reflexiones", ecuánime y generoso, que nunca pierde la confianza.
Confianza… esa palabra que durante tanto tiempo fue su escudo y ahora, sin darse
cuenta, empezaba a ser su carga.
En el fondo, sigue siendo el mismo muchacho que, muchos
años atrás, sueña con cambiar el mundo, con dejar huella, con hacer algo que
valga la pena: crear, inspirar, acompañar, servir, pero el mundo parece no entender su lenguaje; lo aplaude, sí, lo admira,
también… pero no lo sostiene.
A veces, piensa que ha nacido en el tiempo equivocado, o tal vez no es el tiempo,
sino el lugar, o la forma. O quizás -y esa idea le duele más que ninguna otra- es él mismo quien no ha sabido encontrar el punto de equilibrio entre lo
que da y lo que necesita recibir.
Y así, con el paso de los años, este hombre de voz cálida y
mirada serena se fue convirtiendo en un actor experimentado en su propio
teatro, y aprendió a fingir entusiasmo cuando lo invadía la tristeza, a hablar de
esperanza cuando él mismo no la sentía, a inspirar a otros mientras se vaciaba
por dentro.
El personaje se había comido al hombre.
Y él lo sabía.
Capítulo 2: El espejo de los otros.
Vive rodeado de afecto, de esa calidez social que halaga, pero que también impone un peso invisible.
La gente lo busca; lo llaman para pedirle consejos, para invitarlo a eventos, para que dé su opinión o simplemente para escucharle hablar. Con su voz, profunda, parece tener la capacidad de ordenar los pensamientos ajenos, y en las reuniones, en los momentos de duda, en los días oscuros, es el que encuentra las palabras justas para iluminar decisiones.
Es el amigo ideal, el mentor, el guía, el hombre que siempre tiene una respuesta amable y una sonrisa lista, como si la vida no le pesara nunca.
Pero sí le pesa... y cada vez más.
Porque mientras todos lo ven como un referente, él se ve a sí mismo como un hombre al borde del agotamiento, y ese contraste lo hiere más que cualquier derrota; no sabe si le duele más que su vida no es como
soñaba, o tener que fingir que sí lo es.
A veces, en medio de una charla motivacional, se descubre diciendo frases que ya no siente; palabras que han nacido del alma en otros
tiempos, pero que ahora repite como un eco de lo que fue, y al escucharse, una
tristeza sutil le recorre el cuerpo, como si estuviera interpretando un papel
que ya no le pertenece.
La gente le dice “tú no sabes la suerte que tienes”, y él sonríe con esa habilidad aprendida, la que cubre con elegancia una herida que no debe mostrarse. A veces, tras esos encuentros, vuelve a casa sin prisas, despacio, dejando que el silencio le limpie el ruido de las palabras vacías; llega, se quita los zapatos, y en la soledad, se pregunta:
¿De verdad saben quién soy? ¿O solo ven lo que quieren ver?
No los culpa; para muchos, él es la prueba de que la vida se puede sostener con actitud positiva; para otros, un ejemplo de reinvención; para algunos, un amigo que siempre escucha... y lo acepta con cariño, porque ama a la gente. Su entrega es real; su empatía, profunda, pero también sabe que esa imagen pública se ha convertido en una especie de prisión: una prisión amable, luminosa, pero prisión al fin y al cabo.
Sueña con despertarse una mañana y no tener que ser nadie: ni empresario, ni
conferenciante, ni ejemplo de nada... Solo un hombre, solo él.
Pero al despertar, lo espera su realidad: compromisos, llamadas, correos, proyectos por impulsar, facturas que pagar... y en cada nuevo día se reanuda la representación, la de un hombre visto desde el brillo, no desde la verdad.
Y la verdad, por dentro, duele.
Capítulo 3: Los proyectos y los naufragios.
Si algo lo había definido siempre era su capacidad para empezar de nuevo.
Tenía una mente inquieta, una imaginación fértil y una voluntad incansable; percibía oportunidades donde otros veían problemas; soñaba despierto y, lo más admirable, era que actuaba. Nunca fue de los que se quedaban en las ideas: las convertía en proyectos, los proyectos en acciones, y las acciones en experiencias reales.
Cada vez que algo fracasaba, no se quedaba lamentando; volvía a levantarse, a
pensar, a crear, a confiar. “Esta vez sí”, se decía. Y lo creía, lo creía de
verdad.
Durante décadas, su vida fue una sucesión de comienzos: empresas, asociaciones, programas de radio, libros, conferencias, colaboraciones, iniciativas culturales, educativas, sociales... Siempre había algo nuevo en marcha; siempre estaba construyendo algo, y en cada proyecto ponía el alma. No trabajaba por dinero, aunque lo necesitaba; trabajaba por sentido; creía en el valor de dejar huella, de aportar, de sumar a la vida, pero, una y otra vez, la vida parecía devolverle silencio.
No era por falta de talento, ni de esfuerzo, tampoco de
buenas ideas; era como si un invisible hilo se cortara justo cuando las cosas
estaban a punto de funcionar. Cuando parecía que todo encajaba, algo se torcía:
una llamada que no llegaba, una ayuda prometida que
no se concretaba, un imprevisto que desbarataba los planes... Y él volvía a empezar, con la misma fe y confianza de siempre, aunque cada vez con un poco
menos de brillo en los ojos.
Los demás son conscientes de sus proyectos, pero no de sus naufragios; ven los titulares, los aplausos, las fotografías, pero no las noches sin
dormir, las veces que tuvo que elegir entre pagar la luz
o la gasolina para llegar a impartir una conferencia. Ven el resultado, no el precio.
Él sabe lo que es ilusionar a otros con una idea y comprobar cómo se alejan cuando el viento deja de soplar a favor; conoce lo que es poner el alma en un proyecto y quedarse solo al final, recogiendo los trozos con la dignidad de quien no culpa a nadie. Está acostumbrado a escuchar: “Eres un visionario, lo tuyo es admirable”, y responder con un “gracias” que en realidad quiere decir “si supieras…”.
Incluso, intenta entender la vida desde la filosofía y la psicología, desde la fe, la resiliencia y el sentido; escribe sobre esperanza, actitud, sobre creer… y lo creía, pero ahora, frente al espejo del tiempo, siente que hay algo que no consigue explicar ni siquiera a sí mismo:
¿Por qué, si su intención siempre fue buena, la vida se resiste a su
paso?... ¿Para qué?
No lo dice en tono de reproche, sino de desconcierto; no
pide fortuna, ni fama, ni privilegios, solo un poco de estabilidad, un
respiro, un descanso... Pero el descanso nunca llega.
A veces piensa que la vida lo ha elegido como ejemplo,
pero no de éxito, sino de resistencia; como si su papel fuera mostrar que se
puede seguir caminando incluso sin recompensa, y aunque admira esa idea, le duele, porque él también es humano, y los humanos, por más filosofía que aprendan, también se cansan.
En los últimos años, empezó a sentir que su tiempo se
agotaba; no el de vivir, sino el de insistir. Había visto su historia repetirse
tantas veces, con diferentes nombres y escenarios, que ya podía adivinar el
desenlace; era como ver una película que ya conocía de memoria, pero que aun
así volvía a doler.
Y una tarde, mientras repasaba sus papeles en silencio,
comprendió que lo que más lo agotaba no era el fracaso, sino la esperanza: esa
esperanza terca que lo mantenía en pie, pero que a la vez le robaba la paz.
Porque cada nuevo comienzo implicaba una promesa, y cada promesa incumplida, una pequeña muerte.
Capítulo 4: La doble vida.
Es capaz de grabar un programa de radio lleno de humor y optimismo el mismo día que no tiene dinero para llenar el depósito de su moto; puede dar una conferencia sobre resiliencia mientras su propia confianza se resquebraja, o hablar de actitud positiva y esperanza con la voz temblándole por dentro mientras la gente aplaude su mensaje.
Lo miran y dicen que es ejemplo de fortaleza, y él sonríe, agradecido, con el alma hecha jirones. Por dentro, empieza a apagarse; siente una mezcla de tristeza, vergüenza y cansancio que no sabe a quién confesar.
Sus hijos lo admiran, y él los mira con orgullo y ternura, pero también son uno de los motivos de su miedo; no quiere que un día piensen que aquel hombre que los alentó a creer en la vida había dejado de creer en la suya. Así que seguía sonriendo, seguía inventando, emprendiendo, soñando.
Cuando regresa a casa después de una charla o un evento, el contraste lo golpea como una ola fría: los pagos pendientes, la nevera casi vacía, el alquiler a punto de vencer... Es como si viviera dos vidas paralelas: una luminosa, pública, llena de reconocimiento, y otra, silenciosa, privada, donde la dignidad se sostiene a base de fe y contención.
A veces, en mitad de la noche, se levanta sin hacer ruido,
camina hasta el salón y se sienta frente a la ventana. Desde allí mira la
calle en silencio, viendo pasar los coches, las luces, las sombras, y se pregunta: ¿Cuánto tiempo más puedo seguir así? No hay respuesta, solo el eco del silencio y el sonido lejano de una ciudad que sigue su curso,
ajena a su cansancio.
Lo más duro no es la falta de dinero, es la sensación de
estar atrapado en un personaje que ya no puede sostener; la vida lo había aplaudido tanto, que ahora no sabía cómo bajarse del escenario
sin decepcionar al público, y lo irónico era que ese público lo quiere de verdad.
Así que sigue actuando. Una función más, una sonrisa más, un día más.
Capítulo 5: El cansancio que no se nota.
El cuerpo tiene su propio lenguaje, aunque uno aprenda a
callarlo. Él lo sabe, lleva años sintiendo señales: una presión en el pecho al despertar, pesadez en los hombros, un temblor leve en las manos, un cansancio que no se va con el descanso. No es fatiga física, es algo más profundo: el alma
pidiendo tregua.
Ha vivido tanto tiempo en modo resistencia que ya no
distingue entre fortaleza y agotamiento; su mente funciona como un motor que
no puede apagarse; aunque quisiera detenerlo, sigue girando, buscando salidas,
ideando proyectos, imaginando soluciones; es su naturaleza, pero también su condena.
Por fuera, todo parece igual: el hombre activo, el
profesional entusiasta, el amigo siempre dispuesto, pero por dentro, algo se
está apagando lentamente; no es tristeza exactamente, sino una especie de desilusión vital y existencial; una
sensación de haber hecho todo lo que estaba en sus manos y que, aun así, la
vida no había querido corresponderle.
Había aprendido a ocultar el cansancio como quien esconde una cicatriz, y sabía cuándo sonreír, cuándo bromear, cuándo mirar con firmeza. Le cuesta concentrarse, dormir, incluso disfrutar, y la ilusión ya no se presenta con la misma la facilidad; lo que antes le apasionaba ahora lo deja indiferente... Ya no sueña con ganar, sino con descansar.
Su esposa lo nota; en sus gestos, en su silencio más
largo, en la mirada que se pierde sin rumbo; ella no dice nada, pero cada
noche le acaricia la mano antes de dormir, como si con ese gesto quisiera
recordarle que sigue ahí, que no tenía que ser fuerte todo el tiempo, pero él no sabe cómo no serlo.
A veces, se observaba desde fuera, como si fuera un
espectador de su propia vida; se ve hablando en público, animando a otros,
dando consejos, grabando entrevistas… y piensa: "Ese hombre soy yo, pero ya no soy yo".
Y lo peor es que nadie se da cuenta del desgaste detrás de su sonrisa, ni imagina que ya no encuentra apenas razones para creer. Había aprendido a disimular con maestría, y esa maestría lo estaba consumiendo.
Una noche, mientras revisaba los números imposibles de su
cuenta bancaria, sintió una calma extraña.
No era miedo, era aceptación... como si por fin hubiera dejado de luchar contra lo inevitable.
Estoy cansado, susurró. No como quien se queja, sino como quien constata un hecho; estaba cansado de intentarlo, de resistir, de aparentar, de sostener una vida
que parecía no querer sostenerlo.
Y fue esa noche, en ese silencio absoluto, cuando tomó la
decisión que cambiaría todo: darse tres meses, no para rendirse, sino para entregarse por completo a una última oportunidad; tres meses para intentarlo con toda el alma, sin miedos, sin excusas, sin
esperar milagros, y, si al final nada cambiaba… entonces, simplemente, descansaría.
Capítulo 6: El pacto consigo mismo.
Aquella noche no durmió.
Por primera vez en mucho tiempo, no sentía que el cansancio lo
venciera: sentía que lo comprendía.
Había llegado a un punto donde ya no podía seguir
engañándose; llevaba demasiado tiempo aplazando conversaciones consigo mismo,
escondiendo bajo la esperanza lo que en realidad era agotamiento, y en ese instante, con la casa en silencio, tomó la decisión que le daría sentido a los días que le quedaran.
No era una decisión dramática, ni impulsiva, era casi
lógica, fría, tranquila. “Tres meses”, se dijo, tres meses para luchar una última vez; para vivir con la intensidad de quien ya no tiene nada que perder; para poner el alma sobre la mesa, sin máscaras ni reproches..
No lo planteó como un castigo, sino como un pacto; un pacto consigo mismo, como si por fin la vida y él se sentaran frente a frente a negociar una tregua.
Era curioso: al tomar esa decisión, no sintió miedo, sintió alivio, y por primera vez en años dejaba de depender del “qué pasará”; sentía una energía nueva, un foco desconocido; ya no actuaba por obligación ni por inercia, sino por elección; cada cosa que hacía, cada palabra y decisión, tenían el peso de lo irrepetible, y mientras caminaba por la calle, con el sol rozándole el rostro, comprendió algo que lo estremeció: su pacto era un acuerdo entre el hombre que había sido y el que aún podía ser.
Si en esos tres meses lograba sentir que la vida respondía, aunque fuera con un gesto pequeño, seguiría; si no, aceptaría su despedida con paz.
Tres meses para salvarse de una forma o de otra, para redimirse, o despedirse.
¿CONTINUARÁ?... Ya veremos.
PARTE II – El último intento.
- ¿Renace
la ilusión?: ¿Crea un nuevo proyecto o idea. Siente una chispa, una
posibilidad?
- Las
resistencias: los obstáculos se repiten, la historia parece calcada.
- El
espejo final: se mira a sí mismo con ternura y comprensión, sin
rencor.
- La aceptación o ¿Una nueva decisión? : ¿Se despide definitivamente o decide seguir mostrando una transformación interior?




